Embrujo budista: la magia existe

Embrujo budista: la magia existe

La magia existe.

Sí, la magia existe. No hay que buscarla, pero hay que perseguirla. Aparecerá cuando estés relajado, pero cuando hayas puesto los medios para que surja. Siempre te va a agarrar desprevenido. Hay que saber recibirla, entenderla y agradecerla. Viajar multiplica las probabilidades de que suceda y amplifica sus efectos.

Suzhou, China. Una tarde fría pero soleada. Un paseo interminable por lugares nada turísticos, ni siquiera comerciales. Como en cualquier camino donde el destino no importa, es el fluir quien sobresale. Al fin y al cabo, ¿quién no disfrutaría de la paz de caminar junto a un canal, casi en soledad, en el lejano oriente?

Unos metros adelante, siguiendo con la vista el canal, había un puente que pedía a voces ser cruzado. Una de esas veces en las que los pies se dirigen solos y de nada sirve plantear oposición. Tras el puente, la majestuosa puerta de un templo budista. Mi corazón comenzó a latir rápidamente, como si acabase de descubrir que mi camino sí tenía un destino.

El templo

El señor que cobraba la entrada en la puerta me miró ojiplático. Se debía preguntar qué extraño devenir me había llevado hasta aquel recóndito lugar. Muy amable me indicó la puerta, el camino y me señaló los zapatos, como haciéndome entender que en los lugares de culto, debía quitármelos. Aunque era algo que ya sabía, es de agradecer. Las diferencias culturales pueden dar quebraderos de cabeza.

Poco a poco me adentré en el recinto. Estaba nervioso, el lugar era muy especial. Jardines con canales de agua, flores, distintos altares… pero en realidad eso no era lo llamativo. Lo increíble es que era la única persona dentro que no era un monje budista. Unos meditaban en el jardín, otros estaban en un pequeño huerto, otro tomaba fotos con una cámara impresionante. Cada vez que me cruzaba con uno, me sonreía. Quizás sea fruto de la emoción, pero estoy seguro que su sonrisa decía «te estábamos esperando».

Poco a poco fui sintiéndome más tranquilo, como si la paz del lugar fuera haciendo efecto en mí. Disfrutaba cada milímetro de aquel remanso de tranquilidad, especialmente del jardín. Siempre he creído que la naturaleza es el alma del mundo. Allí estaba en su plena esencia, el único sonido que mis oídos encontraban era el de algunos pájaros que iban a beber agua, abejorros zumbando entre las flores o una pequeña cascada.

En ocasiones he tenido la suerte de acudir a meditaciones guiadas, pero siempre me ha resultado difícil lograr hacerlo por mi cuenta en pleno silencio. Pensé que si había un lugar para hacerlo en el mundo, era ése. Busqué un banco cómodo pero retirado. Pese a la hospitalidad silenciosa de los monjes, no quería importunar a nadie.

Realmente mi cabeza se transportó, estaba en un estado de paz profundo y me sentía muy contento. Imagino que era uno de esos momentos que perseguía viajando sólo, una íntima conversación conmigo mismo. Ni siquiera tengo muy claro cuánto tiempo duró aquello.

Me desperté sobresaltado.

De pronto sentí una mano en mi hombro. No era capaz de abrir los ojos, imagino que por el estado de trance. Aquella extraña mano seguía tocándome, y mi cabeza se hacía mil preguntas ante la lentitud de mi cuerpo para adaptarse a la situación. Imaginaba que era un monje o un encargado del lugar y que debía marcharme.

De pronto sentí una mano en mi hombro. No era capaz de abrir los ojos, imagino que por el estado de trance. Aquella extraña mano seguía tocándome, y mi cabeza se hacía mil preguntas ante la lentitud de mi cuerpo para adaptarse a la situación. Imaginaba que era un monje o un encargado del lugar y que debía marcharme.

Al fin alcancé a abrir los ojos.

La realidad no coincidía con ninguna de las respuestas que había dado a las preguntas que me formulaba. Una chica china, de unos 35 años, me sonreía. Su manera de vestir no tenía nada que ver con lo que había visto en los días anteriores y algo distinto había en ella. «Hola, ¿de dónde eres?», me preguntó entusiasmada en un muy buen inglés.

Poco a poco me incorporé y me senté.

Creo que tardé bastante tiempo en ser capaz de responder. Llevaba días sin oír hablar un idioma conocido, llevaba días sin comunicarme. Ella seguía sonriendo y mirándome casi sin parpadear. «Soy español, pero llevo un tiempo viviendo en México», por fin le respondí. «Mi sueño es ir a Arteixo, a la sede de Zara», fue su insólita respuesta. Una chica que no sabía dónde estaba México ubicaba el complejo de Inditex. Cosas de la globalización.

Invité a mi extraña amiga a sentarse conmigo, pero declinó mi oferta. Lo sorprendente es que me decía que estaba tan nerviosa de hablar conmigo que no podía sentarse. En lo que para ella fue un enorme acto de valentía se decidió a sincerarse. Hacía poco tiempo que se había divorciado. Según me contó, tenía una fábrica de ropa de gran éxito (de ahí su amor por Zara) y su afán por los negocios le había hecho olvidarse de su vida personal.

«Al verte —dijo temblorosa— me inspiraste una profunda paz, justo la que estaba buscando. Sé que hay un profundo motivo que te ha traído aquí, como a mí. Me gustaría saberlo». En su camino de cambio, mi nueva amiga había decidido dejar a su hijo con la abuela y hacer un pequeño viaje por Shanghai y Suzhou, lejos de la ciudad en la que vive, Guangzhou. Me preguntó que si quería ir a comer con ella. Por supuesto, acepté.

Comenzamos a caminar por el Templo.

Aproveché a pedirle que le hiciera una pregunta al monje fotógrafo. Sentía una profunda curiosidad por saber qué fotografiaba. El monje respondió orgulloso que inmortalizar la naturaleza. Yo me sentía como en un libro de los que me hacían soñar cuando era pequeño. Una de esas historias que soñaba con vivir en primera persona cuando fuera mayor.

Otro monje indicó a mi amiga que podíamos comer en su comedor, un restaurante budista vegetariano. Me pareció fascinante. Al entrar ella me pidió perdón porque no sabía el nombre de ninguno de los platos en inglés. En realidad no importaba. Estaba comiendo rodeado de monjes budistas en un lugar al que difícilmente sabía regresar sin un mapa.

Nos sentamos a la mesa.

Una chica muy seria nos sirvió varios cuencos con vegetales, arroz y té. Puso la cuenta sobre la mesa. Al ir a ver cuánto era, con gesto serio por primera vez, mi amiga me dijo que mi tiempo era un regalo para ella y que ella debía pagar. No había nada que pudiera hacer, salvo disfrutar de aquellos sanos manjares.

La conversación se relajó y pudimos charlar de viajes, culturas, idiomas, incluso de parejas. Realmente era una persona con un potencial mucho más grande que el que se había atrevido a demostrar. Sacó de su bolso un iPhone nuevo y me mostró una cartera con mucho dinero.

«Soy infeliz, pero ya quiero dejar de serlo».Me dijo con una enorme seguridad.

Sus siguientes frases estuvieron llenas de halagos y cumplidos hacia mí, fruto de su emoción. Pero su planteamiento final me encantó y es un orgullo compartir.

Me dijo que que la vida es corta y que hay que dejar a los sueños tomar parte de nuestro día a día. Sólo nos han mostrado un posible camino, pero hay mucho más. Me dijo que le había inspirado, porque hay viajeros que inspiran a las personas, que les hacen replantearse su camino y ver más allá. No importa que te cruces con esas personas minutos, dejan una huella imborrable.

Lo que ella no sabía, es que la inspiración no era yo. Era ella. Inolvidable. La magia existe.

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